Reflexión de la homilia del Papa Benedicto en la Beatificación de Juan Pablo II.
Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos.
Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.).
Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.).
La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera.
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