En octubre, la Iglesia nos invita a aprender de María, mediante la oración del Rosario, a contemplar el proyecto de amor del Padre sobre la humanidad, para amarla como Él la ama. ¿No es quizás también esto el sentido de la misión?
Efectivamente, el Padre nos llama a ser hijos amados en su Hijo, el amado, y a reconocer todos hermanos en Él, Don de Salvación para la humanidad dividida por la discordia y el pecado, y Revelador del verdadero rostro de aquél Dios que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en el no perezca, sino que tenga vida eterna" (Juan 3, 16).
Nos recuerda cómo el empeño y la tarea del anuncio evangélico le corresponde a la Iglesia entera, "misionera por naturaleza" (Ad Gentes), y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio.
Se les pide a los creyentes no sólo "hablen" de Jesús, sino que "hagan ver" a Jesús", hagan resplandecer el Rostro del Redentor especialmente ante los jóvenes de cada continente, destinatarios privilegiados y protagonistas del anuncio evangélico.
Como el "sí" de María, toda respuesta generosa de la comunidad eclesial a la invitación divina al amor a los hermanos suscitará una nueva maternidad apostólica y eclesial (cfr. Gal 4, 4. 19. 26), que dejándose sorprender por el misterio de Dios amor, el cual "al llegar la plenitud de los tiempos , envió... a su Hijo, nacido de mujer" (Gal 4, 4) dará confianza y valentía a nuevos apóstoles.
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